lunes, 18 de febrero de 2013

Viaje astral

En la habitación, en medio de la penumbra de una fría madrugada, sentía que su cuerpo comenzaba a calentarse bajo las sábanas, excitado. Sobre ella, un hombre terminaba de repasar su contorno con el poderoso grave de su voz.

Sólo pasaron unos segundos cuando aquel hombre se levantó, poniéndose una bata mientras salía de la estancia. Había sonado la llave de la puerta, y la luz del pasillo estaba encendida. Girándose, miró hacia la cama, sonriendo. 

-Mi hijo- susurró a modo de disculpa.

¿Quién era? A esas alturas, no podía recordarlo con precisión. La voz le resultaba familiar. Podía reproducir la sensación de su peso sobre su vientre, y el tacto de sus manos, acariciando sus senos. ¿Quién era? No lo sabía. No lo recordaba. Daba igual. Se estaba tan a gusto bajo las sábanas...

Instintivamente, cerró los ojos, adormecida por el microclima que había creado sobre el pequeño colchón. Permaneció inmóvil, puede que varios minutos. No quería destrozar aquella sensación placentera desplazando un pie o una mano a otra parte más fría.

De pronto, lo notó. Estaba ahí. De nuevo estaba ahí. Había vuelto, desde hacía ya tantas noches. Los músculos se contrajeron. El estómago se cerró, tenso. Su figura comenzó a hacerse más pequeña, casi fetal, escondida por completo bajo las mantas. Sí, por supuesto que tenía una manta, porque el frío había vuelto a su alma, de repente.

Su presencia podía percibirse en cada rincón, aunque lo último que deseaba era verlo. La sábana se levantó bruscamente, y su corazón se tensó aún más, cuando notó que la había agarrado por los pies, y empezaba a tirar de ella.

Como siempre, su garganta se había quedado muda. Abría la boca, pero no era capaz de emitir ningún sonido. Desde su mente, logró concentrarse, y, con miedo hasta de sus propios pensamientos, comenzó a rezar, mientras cerraba los ojos hasta que los párpados parecían explotarle bajo las cejas arrugadas. Se mantuvo así por un tiempo indefinido, hasta que dejó de sentir aquella tirantez en los pies. La había dejado, pero sólo por el momento.

Haciendo un esfuerzo titánico, se puso en pie, y, descalza, salió de la habitación. La luz del pasillo seguía encendida, aunque estaba vacío. ¿Hacia dónde ir? Aún seguía sin poder articular palabra, por lo que le iba a resultar muy difícil pedir ayuda. Tenía que huir, volver a su habitación, a su cama, encontrar un lugar seguro en el que poder respirar, libre de aquella tensa y secreta persecución. 

El pasillo vacío era largo, y estaba plagado de puertas cerradas. Se movió bajo la luz verdosa hasta que encontró un umbral que ofrecía una penosa oscuridad. No podía abrir ninguna puerta más, y tampoco podía permitirse el lujo de quedarse esperando en el pasillo. Entró, sin parar de rezar en el fondo de su mente.

Aquella habitación era también verde, aunque de una tonalidad algo menos hostil. A la izquierda, una lamparita daba una penosa luminosidad blanca a la figura de un niño, que la observó con un gesto ausente. Era rubio, delgado y pálido, y vestía una camisa y un pantalón corto. Las oraciones parecía que se entrecortaban en medio del temor que sentía; pero había comenzado también a sentir curiosidad. Cerca del niño había una cama, cubierta de una colcha verde donde descansaban letras recortadas en fragmentos de papel blanco.

Se acercó a la cama para verlos mejor. En un lado, algunos trocitos de papel semejaban pájaros, volando sobre una única palabra recortada en mayúsculas: "YO". Daba la sensación de que aquel chico había colocado los recortes para ver mejor cómo quedaban sobre una superficie, o simplemente por placer, por completar algún juego o un mural que, tal vez, estuviera preparando en su escritorio. ¿Realmente los había cortado él? ¿Había sido él quien los había dispuesto de aquella forma, sobre la cama? A la izquierda, otro grupo de papeles describían un nombre completo, creía recordar que con algún otro pajarito: "VANESA". ¿Su hermana? ¿Su madre? ¿Una amiga? No tenía ni idea, y el chico no debía tener intención de aclarárselo, puesto que aún no la había interrumpido en sus pesquisas.

Otra vez la tensión. Su propio miedo la alertó de que el peligro estaba cerca. Se contrajo. No era capaz de recordar si el niño seguía o no junto a ella. Ni siquiera estaba segura de que los nombres que había leído recortados sobre la colcha fueran exactamente aquellos. No podía salir. No había más puertas. Su voz retumbaba en la totalidad de aquella siniestra habitación verdosa. Rápidamente, se hincó de rodillas y apoyó sus brazos extendidos sobre el lecho. Mientras crecían las carcajadas de la temible voz, juntó las manos, temblando como una hoja que se ase por unos leves milímetros a la ramita de un árbol raquítico. No podía hablar, y se puso a boquear como un pez sin aire. Cerró los ojos, sintió la presión de las cejas, la explosión de los párpados. Rezó. Rezó con toda la concentración mental que le permitía el miedo. Rezó. Rezó sin parar. Las carcajadas estaban cada vez más cerca de sus oídos, y la desconcentraban, haciendo resonar en su cerebro las partes inconexas de las oraciones. A pesar de todo, rezó. Siguió rezando, de rodillas, hasta que una brisa de aire frío le entumeció la espalda. 

Después, nada. 

Tan solo dar un tremendo salto de la cama, sin pararse a mirar su reflejo en las enormes puertas de espejo de su armario; caminar por el breve pasillo de su casa, encender todas las luces, tomar un vaso de leche caliente, y dormirse plácidamente al calor de una manta en el sofá, con la compañía de las voces de la televisión de pago. Justo lo que siempre había criticado en los demás.

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