jueves, 18 de julio de 2013

Pequeñas venganzas

Desde que empezaron las vacaciones, no hago más que prepara cosas, y no precisamente de esparcimiento y deleite en la mayoría de los casos. Libros, tesis doctoral, materiales para el curso que viene... y todo dentro del orden caótico que suelo desarrollar cuando me toca hacer las cosas sola. ¡Un coñazo, vamos!

Lo bueno que pueden tener los periodos de vacaciones es que puedes verte mucho más con tu familia, lejana o cercana. Como yo la veo casi todos los días, eso no debería suponer ninguna novedad. Lo curioso del asunto, es que, como todo el mundo, yo tengo un familiar especial que hace que cualquier rato pase volando y con buen humor. En mi caso, se trata de mi cuñado.


Suele ser frecuente en los chistes y demás historietas, que los cuñados sean unos seres despreciables y envidiosos, que presumen hasta de las más mínima gilipollez que les haya sucedido y a ti no. Con el mío, en cambio, es diferente. Digamos que es una de esas personas que a la gente bien pensante y políticamente correcta le cae mal desde el principio; pero yo me parto de risa al escuchar sus historias. Su humor, básicamente, consiste en meterse contigo y tirarte puyas desde el mismo momento en el que cruzas el umbral de la puerta. Finge ser una especie de frívolo, vago para las cosas de la casa, mandón y misantrópico, pero no se trata más que de una pose, y no hay que ser muy inteligente para notarlo cuando comienza a descojonarse de la gente que se lo toma en serio, echando más madera, al más puro estilo Groucho Marx. Hablar con él de cosas serias es posible, además de altamente recomendable. De hecho, cuantas más tonterías te diga y más se meta contigo, más cariño te tiene. Lo único que debes hacer es seguirle el juego, ¡y comienza la diversión!

Fue este cuñado mío quien me hizo activar el chip de los recuerdos vergonzantes. Ése que provoca que, como niños, recordemos alguna que otra maldad cometida en el pasado con una leve risita. Dentro de estos recuerdos, se encuentran las venganzas.


Todos conocemos a gente que nos cae mal, es inevitable. Y todos, más de una vez, nos hemos visto tentados de llevar a cabo alguna venganza, por pequeña que sea, hacia esa persona a la que no podemos soportar, por los motivos que sean. Hoy me voy a dedicar a recordar algunas de las mejores venganzas, mías y de mi señor cuñado, relatándolas con una leve risita a punto de escapárseme entre los dientes.

1. El robobo de la llallave

Esta venganza fue perpetrada en mi época universitaria. Nada más llegar, mis padres decidieron que era mejor meterme en una residencia. Yo hubiera preferido un colegio mayor, por el simple hecho de que suelen ser mixtos y dan bastante libertad a los estudiantes que viven en ellos. A mí me tocó una residencia de monjas.


En un principio, la cosa no estaba tan mal. Cuarenta chicas divididas en dos pisos, con algunas hermanas muy majas y agradables, que hablaban contigo y te preguntaban qué tal ibas en los estudios y esas cosas. El pero -porque siempre hay un pero- lo ponía la directora. Una mujer extraña, llena de arrugas, con voz de pito y nariz de grajo que se teñía el pelo y no tenía olfato. Aquella señora era la típica "sargento" metomentodo que nadie soportaba, salvo alguna que otra residente que sabía que, haciéndole la pelota, obtendría una ínfima serie de pírricas prevendas. Desde luego, hay gente que vende su tiempo por muy poco...

El caso es que, al margen de las normas establecidas en los estatutos de la residencia, que yo leí y acepté al entrar, la directora se empeñaba con todas sus fuerzas en inventarse algunas nuevas, o adaptar las ya existentes a su gusto. Por ejemplo, entre semana estaba prohibido llegar más tarde de las 23:30; sin embargo, a la directora se le había metido en la cabeza que era mejor si llegábamos todas a las 23:15, simplemente porque sí, o por sus huevos toreros, lo que mejor prefiráis.

Cansada de tanta norma estúpida y tanta discusión estéril para hacer razonar a aquella señora -olfato no sé, pero oído a la hora de debatir, tenía poco- un buen día me enteré de que, al parecer, cuando las residentes no estaban, la directora se metía dentro de las habitaciones para ver cómo estaban, si la residente en cuestión era ordenada, limpia, etc. y así saber qué habitaciones eran las más presentables para enseñarlas a las futuras candidatas a entrar. Como se puede comprender, esto me sentó como un tiro, porque bien es cierto que la directora era, además, un cotilla de cuidado. Y decidí llevar a cabo una maniobra de subterfugio, que en cualquier partida de rol sólo habría salido a base de críticos. Dificultad +20. Misión suicida. Me puse el uniforme ninja y comencé mi plan.

Lo primero que hice, por supuesto, fue desordenar mi habitación de arriba a abajo. Nunca he sido una persona especialmente ordenada, de modo que no me costó demasiado dejar la cama sin hacer, tirar la ropa por el suelo y esparcir mis libros y mis apuntes por cualquier metro cuadrado que quedase libre. ¡Se imponía el horror vacui!

Lo siguiente, iba a ser lo más complicado de todo.

Tuve que esperar varios días para encontrar un hueco en el que alguna hermana estuviera de buenas, o en el que toparme con cualquiera de las despistadas. Obviamente, no quería hacer partícipes de mi venganza a las monjas que me caían bien y eran buena gente. Mi oportunidad llegó en forma de "Sor Cuqui".

"Sor Cuqui" -o la Cuqui- era una monja de mal carácter y que vestía completamente de negro, amén de teñirse el pelo del mismo color. Al igual que la directora, era cotilla, autoritaria y seca. Lo bueno era que también era una contumaz despistada. El objetivo perfecto.

Como quien no quiere la cosa, me hice la encontradiza con ella en el pasillo, con cara apurada. Había perdido la llave de mi habitación y no era capaz de encontrarla. Quizá estuviera en un bolso, o en el casillero de portería... No había manera de encontrarla. ¿Sería posible obtener mi llave de repuesto para poder abrir? Prometí devolverla. Por supuesto, a los pocos minutos la llave estaba en mi poder. Y así permaneció, junto con la original, incluso cuando me fui a vivir a un piso compartido.

Con estas sencillas pautas, estuve segura durante dos años de que nadie entraba ni salía de mi cuarto sin mi permiso. Fue un poco zafio quedarme con las dos llaves y luego no tener el valor de devolverlas, pero, ¿qué más daba? Agua pasada no mueve molino. Yo quedé contenta, y supongo que la directora, después de haber viso el supuesto desaguisado de mi cuarto, pensó lo mismo cuando descubrió que no podría entrar nunca más en él.



2. El ordenador lo va a pagar Rita

De nuevo, esta historia también es mía, y de nuevo, ocurrió en la residencia de estudiantes.

Después de un año de reinado de una directora con puño de hierro, la buena señora fue trasladada por problemas de salud, y sustituida por la inmisericorde sor Muela, llamada así por algunas residentes con mala leche, ya que tenía un parte de la cara deformada, que le hacía hablar permanentemente como si tuviera un gran flemón en las muelas.

Ese año, la tecnología iba a traspasar los muros de nuestro vetusto mundo. Iban a instalarnos una conexión a internet. La gente estaba bastante contenta, y yo, como no tenía ordenador, estaba igual que siempre: quemada.

Una característica de las buenas monjas es que son personas que dan todo lo que tienen -material y espiritualmente- a cambio de nada. Recuerdo con emoción a la pobre sor Carmen, la más mayor de la residencia, que no paraba de andar de un lado para otro, sonriendo a todo el mundo y repartiéndonos flores del jardín por primavera. Por el contrario, las malas monjas suelen distinguirse por su tacañería. Sor Muela, como no podía ser menos, también adolecía de ese defecto.

La instalación de internet fue llevada a cabo por dos señores que, para no alargarlo, eran lo que suele llamarse "chapuzas". Éstos habían dado dos opciones a las hermanas: instalación por wi-fi, o por cable. Teniendo en cuenta que lo que les interesaba a las buenas señoras era el control de absolutamente todo lo que ocurriera tras los muros de su hogar, eligieron el cable, que además era más barato.

Las obras comenzaron en pleno febrero, época de exámenes. Y todas estábamos hasta el gorro de los golpes, los taladros y las voces que se pegaban aquellos Pepe Gotera y Otilio de tres al cuarto. No hace falta decir que yo pasaba en la residencia el menor tiempo posible, huyendo a estudiar a la biblioteca de la facultad. Una vez terminada la obra, surgió un problema: los cables eran defectuosos, y hubo que volverlos a instalar desde cero, esta vez, en mayo, segunda época de trabajos y exámenes. Por un lado, yo estaba ya hasta la coronilla, pero por otro, me alegraba de ver cómo aquella señora tan rácana veía que las cuentas no le salían por elegir hacer las cosas mal.

En un momento cumbre que siempre me recuerda al padre Marciano y su bicicleta Orbea de fabricación nacional, las hermanas nos reunieron en el saloncito de la tele para comunicarnos -como si no nos hubiéramos enterado con los ruidos- que la residencia ya tenía conexión a internet. Muy ufanas, relataron los avatares que habían provocado que la obra se hubiera encarecido, y decidieron que aquellas residentes que tuvieran un ordenador y se conectaran a internet habían de pagar diez euros por su uso.

Hasta aquí, todo normal, hasta que saltó la lista -porque SIEMPRE hay una lista- que, levantando la mano, pregunta con voz de faltarle un par de patatas para el kilo:

-¿Y las que no tenemos ordenador?

La respuesta me dejó todavía más perpleja:

-Cinco euros.

¿¡Cómo!? Vamos a ver si pillo la lógica. Me he tragado varios meses de una obra que a mí no me afecta porque es mi último año, me queda algo menos de un mes para irme, no tengo ordenador y no voy a disfrutar ni uno solo de los beneficios de la reforma, ¿y tengo que pagar por ella? Sumemos a esto que los domingos no teníamos ni comida ni cena, por lo que debíamos comprarla; las lavadoras de la II Guerra Mundial que usaban las hermanas funcionaban con fichas por las que pagabas y, si no te gustaba el infecto detergente que te proporcionaban, te lo comprabas tú. Los útiles de limpieza eran de uso común, hasta que dejaron de serlo y cada una se hubo de comprar sus cosas. Si querías un café o infusión a cualquier hora lo sacabas en una máquina expendedora o te lo comprabas tú... Todo ello sumado a lo que ya se pagaba por estar allí, precio que había subido ese mismo año, y se iba a encarecer al año siguiente. No sé vosotros, pero a mí no me salían las cuentas.


Conclusión, la chica con voz de faltarle un par de veranos se puso a discutir de forma furibunda con sor Muela. Yo, me callé la boca.

Pasaron los días. Todas las tardes las monjas llamaban por megafonía para avisar a las residentes de que tenían que pagar. Todas, más tarde o más temprano, pagaron. Todas, menos yo, por supuesto.

No es que me importara más o menos pagar cinco euros en un momento de mi vida en el que gastaba poco y tenía ahorros, además de las ayudas que me pasaba mi familia. Simplemente, me parecía abusivo que aquellas señoras me quisieran hacer comulgar con ruedas de molino, obligándome a pagar algo que no iba a usar, y que me había ocasionado más molestias que otra cosa. Siguieron pasando los días, y yo en mis trece: callándome, disimulando, y pasando en barcaza con dosel y orquesta de cámara.

Casi a finales del mes de junio, la Cuqui -quién si no- me pilló en mitad de la recepción, así como queriendo cogerme por sorpresa:

-Oye, ¿tú has pagado ya la cuota de internet?

-Sí, claro, ¿por qué lo dice?

-Es que no sales apuntada en la lista.

-Ah, ¿no? Pues, no lo entiendo, la verdad...

-Vamos a ver. ¿Cuándo pagaste?

-El otro día.

-Pero, ¿hace mucho?

-Pues, no, precisamente fue hace unos días nada más, puede que la semana pasada...

-¿Quién estaba en la portería?

-¡Uy! Pues ahora sí que me pilla, hermana... Creo que era...

-¿No sería sor Carmen?

-¡Efectivamente! Sor Carmen era, sí señor.

Al momento, la Cuqui puso la clásica cara de "tendré que ser yo la que esté al tanto de todo, porque esta gente no hace las cosas como debe". Me apuntó en la cuota de cinco euros, y yo le di las gracias, porque si no me llega a apuntar, ¡menudo lío se habría organizado! Hay que tenerlo todo controlado, hermana. Menos mal que está usted aquí.

Un par de semanas después, estaba en mi casa con dos juegos de llaves y cinco euros en el bolsillo. ¡Gracias, Perico Malastrampas!

1. La mala leche

Por fin la venganza estrella de mi cuñado. Si las anteriores os han sabido a poco, atended a esta genialidad perpetrada por una mente brillante para la maldad justificada.

Muchos de nosotros hemos vivido en pisos compartidos, y sabemos que la elección de un compañero de piso es crucial. Si tienes buena suerte, puedes llegar a encontrar amigos para toda la vida; si no, te pueden pasar cosas de lo más rocambolesco.

Recuerdo ahora mismo el caso de una chica muy maja que conocí en la facultad, quien me contó que tuvo que instalar un pestillo en la puerta de su habitación, y dormir con un cuchillo debajo de la almohada, por las continuas amenazas de su compañera. Pero eso es otra historia.

Normalmente, una de las mayores lacras que traen los malos compañeros de piso suele ser la falta de higiene. Quien más quien menos, casi todo el mundo ha tenido que soportar al clásico cerdo o cerda que lo deja todo manga por hombro, y ve a su compañero como una chacha permanente, que sólo está en el piso para limpiar el rastro de mierda que deja tras de sí.

Así era la compañera de piso de mi cuñado. Una guarra con todas las letras: dejaba la ropa interior sin lavar por toda la casa. Los envases de la comida basura que se pergeñaba día sí y día también, quedaban esparcidos por el suelo. Las pelusas de polvo te sonreían al cruzar la puerta, y las cucarachas se quitaban el sombrero y te llamaban de usted. En muy poco tiempo, lo que parecía una casa se había convertido en un templo en honor a la cerdada.

Lo más gracioso, era que, si alguien se atrevía a sugerirle a la chica que limpiara un poco, la tía montaba en cólera, organizando unas brocas tremendas, donde insultaba y faltaba al respeto sin ningún tapujo, taco va y taco viene. Encima la colega tenía un novio, aún más guarro si cabe que la susodicha. Dios los cría, y ellos enmerdan.

Calzoncillos con semen, bragas con flujo y regla, preservativos y calcetines negros de pisar el suelo lleno de porquería, permanecían semanas dentro de la bañera, junto al lavamanos, o encima del retrete. La cocina era un pozo de basura sin bajar a los contenedores. Y los otros dale que te pego, follando y buscando enfermedades venéreas sin control. Aquello pasaba de castaño oscuro, y mi cuñado tomó medidas.

Una de las cosas buenas dentro de la organización del piso, era que cada cual se compraba su propia comida. Así, parece ser que a la chavala y su maromo les gustaba la leche desnatada, mientras que mi cuñado la comparaba entera. Después de meses de observación y paciencia, aquella iba a ser la llave que permitiría a este último llevar a cabo su venganza.

Con suma paciencia, y llevando a la práctica la regla de que la venganza es un plato que se sirve frío, mi cuñado cogió un huevo de la nevera, y lo escondió en su cuarto hasta que estuvo lo suficientemente podrido. Una vez que el huevo estuvo en óptimas condiciones de putrefacción, bajó a la farmacia, y compró una jeringuilla. Hubo de esperar aún otro par de semanas, hasta que la pareja cerda salió de casa para irse de juerga. Llegaba el momento.

No puedo imaginar la paciencia que hay que tener para cascar el huevo, introducir su contenido en la jeringuilla, e inyectar todo su odio reconcentrado en el brick de leche desnatada, sin dejar señales de su manipulación. Mi cuñado es un genio del mal, y lo admiro por eso.




Los días subsiguientes fueron una gloria en vida. La pareja puérquer entraba y salía del infecto cuarto de baño, gritando y blasfemando sin cesar. La casa llegó a oler peor que de costumbre; pero mi cuñado no pudo sentir un placer mayor. Sólo cuando salía a la calle podía soltar una ristra de carcajadas capaz de espantar a los desprevenidos transeúntes. Días gloriosos, aquellos. Desde luego.

Sólo hubieron de pasar un par de semanas para que mi cuñado se despidiera, al fin, del templo de la porquería. Cabe decir que, por muy guarros que fueran, los cerdetes no eran precisamente tontos, y le acabaron pillando. Lo malo -para ellos- fue que, a esas alturas, sólo escucharon el eco de sus carcajadas, alejándose calle abajo, hacia un nuevo piso, y una nueva vida.

Espero que esta remesa de recuerdos vergonzantes os haya hecho soltar alguna que otra pequeña risita. Puede que por las historias en sí, o puede que recordando vuestras propias venganzas domésticas. ¿Alguna para compartir? ¡Sería realmente ilustrativo!


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